lunes, 16 de abril de 2012

El Drácula de Coppola

Parece olvidarse, muy frecuentemente, que en realidad la primera película que dirigió Coppola fue un engendro llamado Dementia 13, que bebiendo de la serie B más pura (producción del mítico Roger Corman) narraba un extraño precursor del slasher. Luego el buen hombre se centró en cosas como El Padrino o Apocalypse Now, adoptando un tono mucho más elevado.

Viene a cuento mencionar los orígenes terroríficos de Coppola porque creemos poseen una de las claves de comprensión de su versión del mito del vampiro. Así, claramente inspirado por las películas de terror gótico de la Hammer o el personal cromatismo de Bava, pero con un impulso narrativo y visual absolutamente desbordado (no hay absolutamente ningún parecido con el modelo clásico de El Padrino, por ejemplo) el director nos ofrece uno de los films más visualmente impresionantes que hemos podido ver nunca. Aunque esta exhuberancia signifique exageración, exacerbación del cromatismo, un ritmo vertiginoso y recursos visuales que pueden llegar a poner nervioso al espectador (no podemos dejar de mencionar que el presupuesto era escaso y Coppola tuvo que aplicar su inventiva al máximo), creemos que todo tiene una justificación clara.



Y aquí se encuentra el meollo de la cuestión: intentando ser lo más fiel posible al Drácula original, a la novela de Bram Stoker, Coppola nos ofrece un banquete erótico-festivo que jamás le esperaríamos al director de Apocalypse Now: hay sangre, como es evidente, pero ligada a esta se encuentra el asunto del sexo.
Entendiendo esta indisoluble unión sangre-deseo sexual se comprende el tono tan lujurioso que adquiere el film: Drácula, después de cientos de años en su castillo, desata un caos sangriento-sexual por las calles de Londres, como no podía ser de otra forma. Especialmente ilustrativo de esta unión entre sangre y sexo, entre dolor y placer, es el personaje de Lucy, una joven "de virtud" que recibirá su merecido vampírico-sifilítico (no por nada en la película se menciona esta enfermedad) por ir cada noche con un hombre, a manos de la bestia Drácula.

Pero el film no es sólo sexo (ni tampoco es sólo la cara pálida e inexpresiva de un pésimo Keanu Reeves, el único actor del que podemos tener queja), sino que el amor verdadero juega un papel mucho más trascendente; por eso el conde le dice a la reencarnación de su amada, aquella por la que se convirtió en vampiro, que "ha atravesado océanos de tiempo para encontrarla". Porque, al final, el protagonista es Drácula y su búsqueda apasionada de su amada impregna todo el film, a todos los personajes, que caen bajo su maligna influencia.

Así pues, Coppola monta en su Drácula un verdadero circo audiovisual, que a algunos puede incomodar por su estética exacerbada y colorista, con su montaje veloz y sus decorados siniestramente opulentos, incluso con algunas cortinillas que, seamos sinceros, no sirven absolutamente de nada. Por no mencionar el vestuario, que a nosotros nos gusta mucho pero que entendemos que pueda provocar más de una carcajada, con ese conde Drácula de pelo en dos partes. Pero el director es uno de los superdotados de la imagen y acaba ofreciéndonos una gran, enorme, obra consecuente consigo mismo y que, aún siendo fiel a la novela original, nos demuestra que el mal tenía una explicación: el amor, la mayor de las pasiones, que es capaz de volver a la gente inmortal.

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