En esto que eran dos amigos desde la guardería. Quién sabe, igual si se hubiesen conocido luego se odiarían, pero hay algo que empuja a la gente que ha compartido ceras Manley y plastelina roja a seguir unidos durante mucho tiempo.
El caso es que quedaron una tarde para tomar una cerveza y ponerse al día, aunque acabaron hablando (como todos haremos a partir de cierta edad) de lo divertido que era todo antes, los buenos tiempos que ya no volverán y las mujeres a las que quisieron y acabaron marchándose. Uno de los dos amigos, agente de bolsa, estaba casado y con dos hijos, y su vida era de todo menos emocionante. Suelos de parquet, una cuna de Ikea, desayunos con café a las siete de la mañana. El otro vivía sólo, en un bloque de apartamentos como cualquier otro, y se ganaba el sueldo a base de escribir esquelas para un periódico local. Era, como poco, adusto: se podía decir, sólo mirándole un momento, que no era alguien propenso a la risa.
Se despidieron, con la promesa de volver a verse dos semanas más tarde. No era difícil averiguar a cuál de los dos había tratado mejor la vida.
Pasaron dos semanas y volvieron a quedar para tomar cervezas. Fue la primera vez que el agente de bolsa se dio cuenta de que a su amigo la ropa le sentaba raro. Como si hubiese encogido. La conversación trivial acabó haciéndole olvidar esto. Hablaron de cosas alegres durante unos minutos, y su amigo viró bruscamente hacia cosas bastante menos alegres, que parecían concordar con su estado de ánimo general y el aspecto de su ropa.
Dos semanas más tarde, ya era evidente que al escritor de esquelas le pasaba algo: sus prendas habían tomado colores extraños, definitivamente le venían pequeñas e incluso parecían algo gastadas, como viejas. En esta ocasión, no sonrió ni una sola vez durante las dos horas que estuvieron juntos. El otro amigo empezó a preocuparse de verdad, pero no le mencionó nada.
Volvieron a verse una vez mas. En esta ocasión, el maltrato que sufría la ropa de su amigo obligó al otro a preguntarle. El escritor se puso muy nervioso, se incorporó rápidamente y dijo que tenía que irse. El agente de bolsa volvió a su coche, pero no arrancó.
"¿En qué coño estará metido éste?" se preguntó unas cincuenta veces. Temía responder a la pregunta, ya que las opciones eran cada una peor que la anterior: "igual se mete algo, ha tenido que vender su ropa y lleva cosas de segunda mano", "a lo mejor se ha quedado en la calle, no puede lavarla como dios manda y va mendigando algún tipo de jabón" "joder, ¿y si la lava con jabón de manos, o con gel, o... con champú?" "Es evidente que mi amigo no está bien, su ropa está desteñida y en mal estado, eso no es propio de alguien normal". El agente de bolsa tenía buen ojo para las finanzas, pero los años de matrimonio le habían convertido en un paranoico en cuanto a asuntos de índole criminal. Decidió, casi temblando, ponerse a vigilar a su colega.
Sólo tuvo que hacerlo una vez.
A la mañana siguiente, se plantó con su coche delante del patio del escritor de esquelas. "Estará deprimido, ese trabajo desde luego no debe ser alegre, se le está pasando el arroz, quién sabe..." A eso de las once, su amigo salió del portal y entró en una lavandería cercana. A través del ventanal, el agente de bolsa veía todos sus movimientos. Llevaba un capazo lleno de ropa, que dejó en el suelo, junto a una lavadora. Introdujo las monedas, la ropa, el detergente (!detergente!) y puso el aparato en marcha. Su amigo estaba confuso: ¿y las drogas, y la pobreza, y los lavados de ropa en el río a medianoche? Todo parecía normal, tenía que ser un problema de las máquinas de aquella lavandería. Entonces su amigo se acercó al mostrador. Había allí una chica, encargada de vigilar las máquinas. Se puso a hablar con ella. Habló con ella, habló con ella, siguió hablando. El agente de bolsa intentaba leerle los labios, pero ya no era un adolescente y la vista le fallaba.
Y entonces el escritor de esquelas sonrió. No sólo sonrió, sino que empezó a reírse a carcajadas. La chica se reía con él. Los dos se reían y cuando por fin dejaron de reírse se miraron durante unos segundos eternos. Se sonreían el uno al otro.
La lavadora acabó su programa, el tipo recogió su ropa y se despidió de la chica. Seguía sonriendo.
El agente de bolsa arrancó. Iba, valga la redundancia, sonriendo. Todo el mundo sabe que cuando la ropa se mete en una lavadora todos los días, acaba estropeándose.