lunes, 28 de noviembre de 2011

Todo lo que siempre quiso saber sobre Cine Negro



A la hora de efectuar un análisis más o menos pormenorizado de un género cinematográfico, especialmente enclavándolo en una época, en un momento histórico determinado, y teniendo en cuenta las relaciones que se establecen entre ambos, es evidente que uno de los primeros pasos a ejecutar es un intento de acotación (ya sea formal, ya sea temática) del género a estudiar. Aunque esto en muchos casos no presenta mucha dificultad, sí la hay cuando tenemos que hablar sobre el género negro. De hecho, los teóricos no parecen ponerse de acuerdo y se proponen diversas características, movimientos, orígenes y evoluciones, según la obra que consultemos. El por qué de esta indefinición podemos empezar a rastrearlo ya en la simiente del género: en los referentes de los que bebe el cine negro. Sin embargo, también nos darán una serie de rasgos que permitirán una definición aceptable.
Lo que sí que podemos decir es que el género se desarrollará fundamentalmente en Estados Unidos (con imitaciones en otros países), razón por la cual se enclavará dentro de la industria hollywoodiense y dentro de ella será donde se desarrolle. ¿Por qué el cine negro aparece en este país, y no en cualquier otro?
Durante los felices años veinte, Hollywood no paró de crecer: la Primera Guerra Mundial había convertido a Estados Unidos en el país más rico del mundo, lo cual se tradujo en más dinero para las industrias, los bancos, el entretenimiento; un aumento del nivel de vida (desde luego, no generalizable a todas las capas sociales), una cierta despreocupación a la hora de afrontar la existencia, y, sobre todo, más tiempo libre para las masas, que acudían al cine a ver a los grandes actores del “Star System”, verdaderos dioses superiores a los simples mortales. Los engranajes de Hollywood ya comenzaban a funcionar, primero de forma muda y ya a finales de la década iniciándose el cine sonoro. Los estudios producían más y más películas (ochocientas al año), mezclando peripecias y sentimentalismo, que les aseguraban grandes recaudaciones. Si algún director (como, por ejemplo, Von Stroheim) empezaba a hacer cosas demasiado particulares, pronto dejaba de trabajar para los “Majors”. La instauración en 1930 del código Hays, que prohibía en pantallas el contenido sexual, moralmente reprobable y, en general, todo aquel que fuera contra la moral puritana tradicional norteamericana, depuró aún más cualquier contenido “sospechoso” en las películas, lo que agudizará el ingenio de los guionistas y directores.
La influencia de Hollywood en cinematografías de otras partes del mundo, básicamente en Europa, se dejó sentir cuando directores que empezaron a despuntar en países del antiguo continente empezaron a marcharse a California, contratados por los diversos estudios. A finales de los veinte y a lo largo de los treinta, directores alemanes como Murnau o Lang (este último huyendo del incipiente régimen nazi) y operadores como Karl Freund comenzaron a trabajar en Hollywood, llevando consigo ciertas influencias expresionistas, especialmente en cuanto a luces y sombras, angulaciones de cámara y esquemas de planificación. La estética del cine negro, sus claroscuros, sus calles nocturnas con farolas de gas, sus planos generadores de tensión, surgirá, en gran parte, de esta influencia. Como dicen Coma y Latorre, estos directores se encontraban ante “una importante contradicción: la capacidad para afrontar la realidad criminológica en base a una postura crítica o humanista ante la sociedad de su tiempo y lugar; y la dificultad de desarrollar las argumentaciones pertinentes, por cuanto los Estudios se encontraban presos del capital y un código de censura. Esto dio como resultado un lenguaje elíptico y simbólico con el que, vía cripticismo o ambigüedad, la expresividad amplió sus horizontes”(12). Vamos viendo también algunas de las características que tendrá el género: cierto expresionismo formal, tema criminal, comentario social, lenguaje simbólico y, sobre todo, ambigüedad. Esta, entendida como que bajo cualquier acto o personaje se esconde otro que no podemos ver, pero que intuimos (y esto nos crea una gran tensión) será tan importante que “probablemente el rasgo definitivo que caracteriza el cine negro sea una visión dual de lo real, una metafísica que establece un fuerte dualismo entre la visión conformista del individuo y la sociedad y una indagación más profunda que pone de relieve la corrupción policial, la pasión amorosa ciega, el enloquecimiento de las masas, la sed de poder, los mecanismos del subconsciente… todos los cuales tienen en común una fatalidad destructora y necrófila (13)”. Esta sutileza será, en gran parte, la que dificulte una buena definición del género, como veremos luego.
Así pues, los realizadores alemanes emigrados a Hollywood, especialmente Fritz Lang, jugarán un papel importante en los inicios del negro. Pero también habrá otra fuente, una autóctona: la que dotará de guiones a las películas. Hablamos de la novela negra norteamericana, cultivada en los años veinte y treinta por autores como Hammett, Burnett, McCoy, Trail o Cain, que posteriormente serán los guionistas de adaptaciones cinematográficas de sus obras. Estas novelas, organizadas en torno a dos categorías básicas (“hard boiled”, historias criminales protagonizadas por detectives que se enfrentaban a los gángsters con métodos poco ortodoxos y “crook story”, con protagonismo de los delincuentes) tenían bastante éxito y entre sus características se encontraban muchas de las que heredaría el género negro, como los diálogos cortantes y ácidos, una visión pesimista del mundo, protagonistas con ambigüedad moral, temática criminal ya sea desde el lado de los buenos o del de los malos…
Combinando, pues, las temáticas delictivas adaptadas de las historias negras estadounidenses con las características formales heredadas del expresionismo alemán, tendremos algo que ya podemos definir como género negro. Hay que destacar también que los guiones muchas veces se basaron en hechos reales aparecidos en la prensa: el negro fue un género apegado a su época y, como hemos mencionado, miró de forma crítica a la sociedad en la que se desarrolló, aunque siempre intentando evitar la censura.
De la ambigüedad que antes comentábamos parte la dificultad para acotar el género negro, ya que, como dicen Heredero y Santamarina, “Desprovisto del suelo firme de las certezas, el cine negro camina sobre la inseguridad y sobre la realidad oscura que refleja […] La ambivalencia moral, la complejidad contradictoria de situaciones y personajes, la turbiedad de los móviles… son elementos generadores de este malestar específico. Semejante polimorfismo se convierte en dispersión iconográfica. Dicha heterogeneidad distancia a este amplio bloque de películas de la homogeneidad icónica o ritual, que son los mínimos factores exigibles para establecer la pertinencia genérica.(27)” La imposibilidad del género de concretar, el terreno entre claro y oscuro en el que se mueve siempre, permite que muchas películas, pertenezcan o no al cine negro, puedan ser enclavadas dentro de esta tendencia. Porque más que una temática concreta, el género tratará una forma de ver el mundo, que se podrá extender a otros géneros y difuminará sus barreras.
Así pues, e intentando definir ya el género y sus características, negro no será sólo historias de detectives o gángsters, sino aquel que hablará del crimen o la violencia de una sociedad concreta (la estadounidense) de una forma ideológica y estética particular. Algunos rasgos que nos irán dejando sus manifestaciones, compartidos con las novelas que dieron lugar a ellas, son: representación de un mundo criminal, relaciones pasionales de amor-odio, personajes estereotipados (el detective, el gángster, el jefe de policía, la “femme-fatale”, los matones…), un comentario pesimista sobre la sociedad, historias dramáticas con gran importancia de la muerte y la violencia, personajes al margen de la ley o con problemas morales profundos, espacio contemporáneo y urbano, influencia expresionista, diálogos cínicos y cortantes… Su ambigüedad, característica particular, se traducirá de distintas formas: fotografía (luces o sombras), personajes (verdugos o víctimas), el resultado de la trama (muerte o liberación), espacios (campo o ciudad), ética (legal o ilegal)…(15). En general, y aunque haya muchas ramificaciones, podemos decir que el tema esencial será el del hombre (ya sea detective, criminal o una persona normal, escasas veces una mujer) enfrentado/inmerso en un mundo criminal que opera de forma más o menos clara, y las consecuencias que esto tendrá para su vida o su forma de ser.
Por lo dicho acerca de las fuentes de las que bebe y el periodo durante el cual se desarrollan estas, no cuesta colocar los inicios del cine negro a finales de los años veinte. En los treinta tendrán éxito las historias de gángsters y a finales de la década las protagonizadas por las fuerzas de la ley. En los cuarenta surgen con fuerza las historias de detectives (las identificadas normalmente con “género negro clásico”), que se mezclan con las de psicología criminal. Los cincuenta verán la disolución gradual del género hacia otras parcelas y podemos decir que desaparece en 1958. Será un género bastante apoyado por los grandes estudios, especialmente la Paramount y la Warner, que se fijarán en los beneficios económicos que les reporte y no en el posible mensaje crítico subterráneo que pueda transmitir. Curiosamente, y seguramente una razón más de su indefinición, el negro no será tomado como un género independiente en este momento: sólo cuando algunos films lleguen a Francia, años más tarde, se adoptará la expresión “film noir” para definirlo.
 A pesar de la influencia expresionista, el negro será bastante clásico en la forma en un principio y sus mayores logros se darán dentro de este lenguaje, como ya veremos, aunque haya teóricos como Sánchez Noriega que sostienen que “la dualidad en la que se mueve el género negro, la tensión que genera poniendo al espectador en un estado de inseguridad continua, rompe las bases clasicistas dejando de lado la transparencia.”
El presente trabajo tratará de analizar cómo van cambiando los rasgos definitorios de este género tan indefinido a lo largo del periodo clásico del cine de Hollywood, gracias a influencias históricas, sociales o de evolución del propio lenguaje cinematográfico. Para ello, se apoya en una serie de películas representativas, que servirán para ejemplificar cómo el cine negro va evolucionando a lo largo de las tres décadas en las que se desarrolló.
Hemos comentado ya la importancia que tuvo el expresionismo alemán para el cine negro. Este movimiento, que tuvo como máximos representantes a Wiene, Murnau o el propio Lang, se desarrolló a finales de los diez y durante los veinte en una Alemania de entreguerras, destrozada y temerosa por la progresiva ascensión de un poder autoritario. Con el apoyo de la UFA (apoyo que fue volviéndose interesado a medida que ascendía el nazismo) se realizaron grandes películas expresionistas, como El gabinete del doctor Caligari (1920), Nosferatu (1922), Metrópolis (1927)… El expresionismo evolucionó desde un hermetismo crispado y tenso hacia un modelo mucho más narrativo y transparente, influenciado sin duda por el cine estadounidense. Un ejemplo claro de este modelo, mezclando una trama muy entretenida con evidentes referentes expresionistas, lo supone M (1931), de Lang. Además, como hemos comentado ya, posteriormente el director se instalará en Hollywood y seguirá haciendo cine negro. La película adelanta muchos de los rasgos característicos del cine negro: el juego de sombras (como cuando se nos muestra sólo la sombra del asesino), luces y claroscuros en la iluminación, un tema criminal situado en un contexto urbano sórdido y nocturno, la organización de la trama alrededor de una investigación policial… Resulta curioso, eso sí, que enseguida se nos muestre al asesino: lo importante no parece ser descubrir quién es, sino lo que pasará cuando los personajes lo descubran ellos mismos. Esto es interesante en la medida en la que constituye una especie de forma primitiva de la famosa narración en primera persona del cine negro: por ejemplo, en la posterior Double Indemnity, desde el principio sabemos que el culpable es el protagonista porque él mismo nos lo dice y va narrando los hechos hasta el crimen. Aquí sucede lo mismo: nosotros sabemos quién es el asesino, pero la policía no.
El sonido acababa de ser inventado unos seis años antes, y M lo usa de forma particular: sólo funciona cuando permite hablar a los personajes o cuando tenemos que oír el silbido de Peter Lorre, que es lo que le descubre al final: algo que en el cine mudo, teniendo que imaginárselo, no tendría el mismo efecto dramático. Por el contrario, en las escenas en las que nadie tiene que decir nada el sonido directamente se desactiva, como pasaba en muchas otras películas de la época (la misma The Jazz Singer, de 1927).
Algo que tampoco podría admitirse en Estados Unidos es la representación que se hace de las fuerzas del orden: sin saber qué hacer para descubrir al asesino, no paran de equivocarse y la responsabilidad de cazarlo recae sobre el mundo del crimen. Los criminales serán los que consigan atrapar al asesino de niños, y le juzgarán en una escena extraña y muy expresionista, en la que una muchedumbre escondida en un sótano condena a Lorre a morir. Aunque al final la policía le rescate, que los ciudadanos se tomasen la justicia por su cuenta no era algo aceptado en Hollywood.


  Algo que sí que era aceptado en Hollywood eran las historias de denuncia del crimen: Scarface (1932), de Hawks, es una historia de puro entretenimiento protagonizada únicamente por gángsters, que se disfraza de “documento de denuncia dirigido al gobierno”. Dado que parecía ensalzarse la vida rápida, intensa y emocionante de los jefes del crimen, la censura empezó a fijarse en este tipo de películas, y el director decidió colocar un letrero al principio avisando de que el film iba completamente en contra de la mafia. Muchas otras películas de la década, basadas en artículos de periódico y vidas reales de gángsters, se vieron obligadas a hacer lo mismo.
Más allá de los problemas con la censura, Scarface constituye una gran muestra del cine de gángsters (germen del cine negro clásico) y es una de las que inaugura sus códigos. La escena en la que una sombra se encarga de liquidar a un jefe mafioso, se parece a la ya comentada escena inicial de M. El inicio de la película, con un plano de una farola que hace un travelling hacia abajo y entra en un local, también es muy expresionista. El sonido también fue utilizado selectivamente en este caso, ya que no hay banda sonora y en su lugar se han cuidado mucho los disparos de ametralladora, los neumáticos que chirrían, las puertas que se abren y cierran, el sonido de los motores… sí que hay un número musical al piano, típico en el momento, que veremos en otras películas como The Big Sleep.



El cine de gángsters perderá fuelle a medida que la censura lo controla y el policíaco (policías heroicos que jamás necesitarían ayuda de los criminales) va ganando terreno. Volverá a surgir a finales de los cuarenta, con películas que inciden más en la psicología del mafioso, como White Heat (1949).
Volviendo a los treinta, por lo general el cine será optimista y servirá para evadirse, y por ello triunfarán las historias de gángsters emocionantes y llenas de acción. Sin embargo, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el pesimismo empezará a extenderse y surgirá el llamado cine negro clásico, que se desarrollará principalmente durante los cuarenta. Ahora pesarán preocupaciones y reflexiones profundas sobre la vida, el cine se volverá más oscuro y psicológico, los héroes volverán de la guerra traumatizados y heridos, sin poder seguir luchando contra el mal. Directores tan dispares como Wyler o Chaplin reflejarán este pesimismo y esta necesidad de buscar nuevos valores que sustituyan a los que han caducado en películas como Los mejores años de nuestras vidas (1946) o Monsieur Verdoux (1947), por ejemplo.
Este ambiente oscuro, pesimista y ambiguo con respecto a la existencia será un caldo de cultivo perfecto para el género negro, que como ya hemos dicho encontrará su lugar en el clasicismo y producirá sus mejores obras, éxitos de crítica y público.
Iniciamos el recorrido por las películas negras clásicas de Hollywood con The Maltese Falcon (1941) de Huston, que establece muchos de los códigos que el género usará a lo largo de la década. Humphrey Bogart interpreta a un detective cínico, que no muestra ningún tipo de sentimiento hacia los demás: investiga por él, no por la dama que va a pedirle ayuda (que, dicho sea de paso, es una de las primeras femme fatale del género, ya que engaña continuamente a todos los personajes para salirse con la suya), y finalmente la entregará a la policía al saber que es culpable, en vez de dotar a la película del final feliz tan común en el Hollywood clásico. Formalmente, eso sí, The Maltese Falcon se encuentra inmersa en el clasicismo: economía del lenguaje, transparencia absoluta, presentación de los protagonistas en los primeros minutos de metraje… todo ello mezclado con la idiosincrasia propia del negro, que empieza a adquirir su propia voz. Así, hay cierta ambigüedad que preside toda la película, y el juego ya comentado entre verdad y mentira es muy importante: todos mienten para conseguir una joya mítica que, al final, ni siquiera es la de verdad, como una especie del famoso McGuffin de Hitchcock.
En la película, siempre es de noche y casi todo sucede en interiores: ambientes en los que se moverán muchos otros personajes del género, detectives en especial. La policía inquisidora que obstaculiza el trabajo de Bogart es también otra constante del género: en la similar The Big Sleep sucederá algo muy parecido, aunque los años pasados entre una y otra se notarán.



La película de Hawks, estrenada en 1947, es considerada uno de los arquetipos del cine negro clásico: los personajes típicos aparecen en todo su esplendor (el detective, la femme fatale, los gángsters y sus secuaces, la policía…) en un film que, curiosamente, narra todo de forma muy clásica pero no consigue que entendamos ni la mitad de lo que sucede. De hecho, ni los propios guionistas entendían la confusa y veloz trama, en la que unos matan a otros en un abrir y cerrar de ojos y todos están conectados de alguna manera. Da la impresión de que, si The Maltese Falcon contaba una historia comprensible pero inmersa en el negro, aquí entender la historia es mucho menos importante y lo que se busca es transmitir un ambiente, unas sensaciones, una manera de ser de los personajes, cosa que sí que se consigue a la perfección. El detective de Bogart (un actor que desarrolla su carrera casi exclusivamente en este género), con ese extraño sex-appeal que hace que todas las mujeres vayan detrás de él (y sin embargo, no es ni mucho menos un personaje heroico ni galante); Lauren Bacall como la femme fatale que vuelve a confundirlo… Los diálogos son como piezas de relojería que encajan perfectamente unos con otros y con el momento: se trata de un guión de hierro, cada una de las palabras que dicen los personajes tiene un sentido o explicativo o de generación de ambigüedad: el uso del lenguaje clásico de forma que permita crear dobles sentidos y connote elementos amorales o sexuales sirve para luchar contra la censura y además es algo muy propio del género.
El cine negro sigue prefiriendo los ambientes nocturnos y los claroscuros engañosos del blanco y negro (Double Indemnity, unos años antes, había descubierto el efecto de las persianas venecianas sobre los personajes: crear franjas claras y oscuras sobre ellos, cosa que tuvo gran utilidad) y se plantean conductas criminales y amorales (el chantajista, el que trafica con pornografía en su tienda de libros, el mafioso dueño de un casino, la hermana pequeña ninfómana a la que todos están salvando siempre, el padre anciano en silla de ruedas que odia a sus propias hijas…). De The Big Sleep se ha dicho que “jamás el género negro irá tan lejos en la descripción de un universo cínico, sensual y feroz”, probablemente porque, una vez nos hemos perdido en la trama, sólo podremos fijarnos en las terribles conductas de todos y cada uno de los personajes, y en el ambiente oscuro y sórdido en el que se mueven.



Tanto The Maltese Falcon como The Big Sleep beben del “hard boiled” y de sus detectives cínicos. Si hemos dicho que la película de Huston narra de forma contenida una trama eminentemente negra y crea sin darse cuenta una codificación, y la de Hawks parece inmersa en esa codificación y se preocupa menos por la trama, de Double Indemnity podría decirse que traslada el ambiente criminal e irreal de ambas al mundo de las personas normales: el protagonista ya no es un detective, sino un agente de seguros que se ve envuelto en un asesinato por culpa de una mujer, evidentemente, una femme fatale.
Double Indemnity (1944) añade a los rasgos ya descubiertos por The Maltese Falcon muchos otros, que se repetirán en el género: las ya comentadas persianas venecianas, la voz en off que va narrando la historia (a la que Wilder le dará una vuelta de tuerca en su Sunset Boulevard) y subjetiva la trama, inicia la tendencia de situar a gente normal en ambientes criminales y peligrosos (normalmente, por propia voluntad)… Se incide mucho en explicar por qué un hombre de la calle puede llegar a cometer crímenes (a esto ayuda la voz en off), cosa que antes no se hacía: los gángsters no necesitaban una excusa, los cometían porque si, y los detectives nunca llegaban a cruzar la barrera de la ley del todo. Se entreve aquí la preocupación del momento (1944) por explicar por qué el mundo se había vuelto tan amoral: ahora cualquiera podía ser un criminal, después de la terrible guerra.
Formalmente, la película es completamente clásica y lo único que importa es que el espectador capte de forma completa la historia que se narra; los recursos del negro serán esencialmente visuales: el inicio de la narración tiene lugar en un día radiante, mientras que se va oscureciendo a medida que avanza (cosa que sucede también con los interiores); las acciones amorales tienen lugar siempre de noche; la luz que reciben los personajes siempre es muy contrastada… Con respecto a esta iluminación propia del género negro, dicen Heredero y Santamarina que “se asienta sobre tres operaciones: el incremento de la luz principal, la retirada progresiva de la luz de relleno con el fin de remarcar las sombras creadas por la primera y el refuerzo del contraluz en sentido idéntico (259)”. Esta iluminación tan exagerada no la encontrábamos en Scarface, por ejemplo: es algo propio del negro a partir de los cuarenta, estrictamente, y hará que el poco realismo que tenía el cine de gángsters desaparezca, a favor de una estilización muy codificada influida, como ya dijimos, por el expresionismo. En definitiva, las tres películas de Huston, Wilder y Hawks establecerán un código definitivo para el negro que funcionará correctamente hasta finales de los cuarenta, y que se identifica con los rasgos ya comentados en la introducción. 



Pero antes de hablar del inicio del fin de este código, es interesante mencionar una película que tratará muy especialmente el ambiente posbélico en el que estará inmerso Estados Unidos en este momento. De hecho, ninguna de las tres películas clásicas mencionadas se atreverá a mencionar la guerra o sus consecuencias: serán ficciones de evasión, no reflexiones sobre la contienda o sus resultados en la población estadounidense.
La película de la que hablábamos es Key Largo, dirigida por Huston en el 48. Presenta una serie de novedades que la diferencian de las ya comentadas: para empezar, la acción se sitúa en una isla tropical, y no en ambientes urbanos. Bogart, veterano de la Segunda Guerra Mundial, llega a Cayo Largo para visitar al padre de un compañero, muerto en el frente. El guión y los personajes están, pues, inmersos en el clima de pesimismo imperante aquellos años: Bogart, antiguamente un héroe, ya no quiere seguir luchando y lo hará sólo para sobrevivir, cuando unos gángsters lo secuestren. El padre de su compañero es, curiosamente, veterano de la Primera Guerra Mundial; la reflexión sobre la necesidad o no de contiendas y sus consecuencias está muy presente. La presencia de nativos de la isla, que son maltratados y acusados de asesinato injustamente, también plantea el asunto del odio racial, tema escasísimo en el Hollywood clásico.
La escena en la que Bogart le cuenta al padre de su compañero y a su viuda (Lauren Bacall) lo bueno que era su compañero, parece calcada de aquella que aparece en Broken Lullaby (1932), de Lubitsch (en aquel caso, tras la Primera Guerra Mundial), en la que un soldado se inventa que era amigo del difunto, cuando en realidad fue el quien lo mató. El retrato del hijo muerto está presente en ambas, de espaldas al veterano pero de cara a nosotros. Además, los personajes son exactamente los mismos. Pero en aquella el protagonista mentía para salvarse, y en esta Bogart miente para ensalzar a su compañero muerto, que probablemente no fue tan héroe como les hace creer a su padre y viuda. Esta especie de autoconciencia, rara por aquel entonces, está presente también en el villano de la película: un gángster ya venido a menos, que parece una caricatura de aquellos criminales titánicos de películas como Scarface; le acompaña una mujer que recuerda enseguida a una femme fatale acabada, que intenta hacer un número musical como los de antes pero sólo recibe insultos. Todos estas antiguas glorias parecen simbolizar a aquella América feliz de los años treinta, de antes de la contienda.
El personaje de Bogart, si bien no querrá enfrentarse a los gángsters en un principio, harto de luchar, presenta cierta grandeza moral de la que carecían los detectives que hemos mencionado. Parece que aquellos se podían permitir ser más cínicos que nadie, pero después de vivir los horrores de la guerra, eso se les ha quedado corto. Como si hubiesen entendido que el mundo real es mucho más terrible que sus pequeñas ficciones.
El juego de luces, sombras y decorados continúa siendo muy importante: la película se inicia con planos muy abiertos y soleados, de extensiones acuáticas; una vez en el hotel, se desata una tormenta que oscurece la película y nos obliga a permanecer encerrados en un espacio casi claustrofóbico; los gángsters se llevan a Bogart en un barco que navega entre brumas, y cuando este consigue escapar y volver al hotel, la luz del sol se hace presente de nuevo.



Así pues, el cine negro empieza a tantear nuevos terrenos más críticos y autoconscientes con Key Largo, lo que será muy importante en las películas que veremos a continuación. Ya sea argumentalmente, ya sea formalmente, los cineastas harán cosas innovadoras con el género, siguiendo la tendencia general del cine de finales de los cuarenta y de los cincuenta a buscar nuevas (o antiguas, pero modificadas) formas de expresión, una vez se ha agotado el modo clásico de representación.
Dos películas representan muy bien el cambio que el cine de Hollywood va a afrontar en los cincuenta, adelantándose a él: se trata de Sunset Boulevard (Wilder, 1950) y The Lady from Shangai (Welles, 1947). La primera presenta novedades temáticas, un guión impensable sólo diez años antes; la segunda presenta novedades formales, en la línea de renovación del lenguaje cinematográfico que practicará su director.
En Sunset Boulevard hay una autoconciencia y un interés por explorar el metalenguaje totalmente novedosos (desde los tiempos de Keaton, no muchos se habían atrevido a ironizar con la meca del cine). Los protagonistas son una galería de viejas glorias, guionistas frustrados, directores venidos a menos, gente que confía en que triunfará en Hollywood pero acaba chocando contra un muro. Aquí ya hay crítica: se nos presenta Hollywood no como un paraíso, sino como un lugar de éxitos pasajeros que olvida a sus estrellas en cuanto ya no le sirven y maltrata a sus guionistas.
Pero la película no se queda aquí: la referencia a personajes, estudios y hechos reales es constante también, y se le añade el hecho de que la antigua estrella y su mayordomo son verdaderas viejas glorias (Gloria Swanson y  su antiguo director, Von Stroheim) que se reúnen con otras, como Keaton. Aparecen diversos estudios, como Paramount, la Fox… Cecil B. DeMille también actúa, haciendo de sí mismo, hay menciones a John Gilbert, Greta Garbo, Rodolfo Valentino, Mack Sennet, Charles Chaplin… Este gran componente de realidad conocida por todos acerca la película a la parodia pura y dura, aunque siempre desde la ambigüedad y la elegancia. El entierro de un mono mascota, un baile de Nochevieja para dos personas, la locura final de Gloria Swanson bajando las escaleras… el film parece una representación esperpéntica del final de la época dorada de Hollywood. Incluso se permite burlarse directamente del lenguaje romántico clásico, cuando, puesto en boca de los dos guionistas, se vuelve ridículo.
Aunque su carácter trágico la acerque al melodrama, la película posee muchos elementos del género negro: la voz en off que anticipa la muerte del protagonista, los decorados cuidados y opresivos, el predominio de la noche sobre el día a medida que todo se vuelve más siniestro, la importancia de las sombras para resaltar el dramatismo de los personajes y las situaciones, la luz a través de las ventanas… Formalmente, sigue los cánones del clasicismo (su director fue uno de los grandes clásicos), excepto cuando se permite un barroco plano bajo el agua, que anticipa nuevas formas.
En definitiva, la película supone una crítica hacia los claroscuros de Hollywood y posee una autoconciencia muy compleja que pone en evidencia muchos de los tópicos del cine clásico, pero siempre desde dentro de él. Como hemos dicho, este planteamiento sería impensable unos pocos años antes, cuando el clasicismo funcionaba perfectamente y la autocrítica no existía en Hollywood. Ahora, en un mundo del que desconfiar, la industria podrá mirar al pasado y reconocer sus propios errores, el tema del cine dentro del cine (tan común en los años cincuenta, agotado el clasicismo) podrá surgir y ser aceptado por los estudios.



 El género negro se usa así para articular un discurso, más o menos evidente, como pocas veces se había hecho. Sin embargo, será otro quien lo haga empezar a liberarse ya formalmente del clasicismo: el innovador Orson Welles, en su The Lady From Shangai.
Hemos dicho que el género negro, aún con la ambigüedad y las influencias expresionistas que posee, no llega a romper con las formas clásicas: posee la transparencia, la economía, la trama presentada de forma lógica o al menos comprensible… Welles interviene en estos aspectos formales, dinamitando la representación clásica: la planificación es muy veloz y fragmentada, presentando los hechos desde la perspectiva del director y no simplemente narrándolos; usa mucho los primeros planos que den dramatismo y generen tensión; coloca extrañas transiciones y fundidos (casi toda la película se estructura mediante fundidos); incluye una escena de juicio completamente surrealista, en la que todo el mundo parece tomarse las cosas a risa (recuerda a aquella que aparecía en M); sitúa la cámara en contrapicado (cosa que exagerará en Touch of Evil y que ya sorprendió en su opera prima Citizen Kane)…
La película juega incluso con la temporalidad, incluyendo tiempos muertos: el juez jugando al ajedrez mientras espera al jurado es una escena que no aporta absolutamente nada, sólo alarga la acción. Esto nos remite a películas del neorrealismo italiano que más que narrar una historia buscaban echar un vistazo a la condición humana y a nuestra existencia, donde hay muchos tiempos muertos (por ejemplo, Umberto D., rodada en 1952 por Vittorio de Sica), y se aleja del Hollywood clásico.
La famosa escena en la casa de locos parece resumir muchas de los movimientos que el cine mundial había explorado y Hollywood no tocaba apenas: extrañas angulaciones que recuerdan al surrealismo, fondos y sobreimpresiones más propias del realismo poético francés… El protagonista avanza por una verdadera casa de locos, donde la influencia del expresionismo se hace más patente que nunca y los planos confusos nos marean, sin intentar explicarnos nada.  Finalmente, el tiroteo entre espejos hace que los personajes se multipliquen y no sepamos dónde está cada uno, quién dispara a quién: no se está mostrando de forma clara unos hechos, se está creando una atmósfera de confusión a partir de modificar el lenguaje clásico. Este tema de los espejos que confunden será muy explotado por el manierismo de los cincuenta, siempre buscando nuevas formas de expresión cinematográfica.
En la escena de los espejos, incluso la cámara se quiebra: la transparencia desaparece para dar paso a la presencia del director, del que maneja la cámara. Se nos muestra que todo es una ficción pasada a través de un objetivo. Los movimientos europeos que perseguían un nuevo tipo de realismo parecen estar muy relacionados con estos procedimientos, como ya hemos comentado, ya que Welles había pasado un tiempo en Europa.
La trama en sí es bastante simple y clásica, quizás exceptuando el final, cuando el protagonista deja morir a la mujer a la que quería al enterarse de que era una femme fatale, una persona sin moral. No la entrega a la policía para que al menos pueda vivir, como hizo Bogart; simplemente se marcha, sabiendo que la chica va a morir por su culpa. Es aún más frío y realista que los detectives cínicos de los cuarenta.



Así pues, ya a principios de los cincuenta el negro habrá explorado nuevos terrenos temáticos y formales, en consonancia con muchos otros géneros que buscaban una forma de renovarse. A lo largo de la década la representación clásica irá quedando caduca, los directores empezarán a desprenderse de ella dado que ya no da mas de sí; se exagerarán los elementos clásicos o se buscarán nuevos. El género negro seguirá este camino, e irá poco a poco mezclándose con otros géneros, entregando obras extrañas y manieristas, difuminándose la estricta codificación que tuvo en los cuarenta.
Y tuvo que ser el enfant terrible de Hollywood, Orson Welles, el que acabase con el género negro tal y como se entendió durante treinta años. Su Touch of Evil (1958), obra que lleva el barroquismo y la subjetividad propios de Welles a extremos insospechados (ha llegado a considerarse como la película barroca por excelencia), finiquita la codificación del negro al jugar completamente con ella y además abre el género a nuevas propuestas de tal manera que acabará desapareciendo como tal. Tras Touch of Evil, los espectadores ya no podrán tomarse tan en serio las historias del género negro, una vez Welles pone en evidencia que nunca fueron verdad.
La película va de un protagonista a otro: del ético agente Vargas, un verdadero héroe de la ley que llega hasta el final para descubrir al criminal, sea como sea; pasando por su esposa (¿podríamos imaginarnos a algún detective de Bogart o gángster felizmente casado?), que es secuestrada y maltratada psicológicamente (las extrañas escenas en el hotel en medio del desierto, con el guarda con problemas mentales y los rateros acechando, son ambiguas y casi poéticas, una poesía muy inquietante); y acabando en el propio Welles, el detective Quinlan, un policía moralmente corrupto que falsifica pruebas para encarcelar a todo aquel que su intuición le diga que es el culpable, en venganza por el asesinato sin resolver de su esposa. Personajes extraños, esperpénticos, crepusculares, criaturas nocturnas (de hecho, las escenas a la luz del día escasean en Touch of Evil) que parecen haber perdido el rumbo moral, por unas razones u otras. Se les suman otros arquetipos ya caducos, como el gángster que resulta hasta ridículo y al que la vida real acaba viniéndole grande, el fiel compañero detective que sigue ciegamente a su superior sin saber sus fechorías y que al final resulta mortalmente golpeado por la verdad, la propietaria (la ya mayor Marlene Dietrich) de un club venido a menos, que tuvo sentido en otra época pero ahora ya no… La película parece un réquiem por aquellos buenos tiempos en los que los gángsters eran los malos y los policías eran héroes: resulta que la realidad es mucho más compleja.
Welles continúa con sus innovaciones vanguardistas y sus extrañas planificaciones: contrapicados que hacen al enorme Quinlan aún más intimidante, un plano secuencia complicadísimo que ha pasado a la historia del cine (y que sirve para mostrar inmediatamente el extraño lugar donde va a suceder la película, la frontera entre México y Estados Unidos), zooms exagerados que generan tensión, travellings complejos y subjetivos (como el que sigue a Vargas mientras corre hacia un coche en llamas, justo al comenzar la película)… Escenas como la de la muerte del gángster Grandi, donde los primeros planos y las angulaciones de cámara abundan y exageran la realidad, o aquella en la que Vargas va siguiendo a Quinlan por descampados, oyéndole a través de un micrófono (el sonido ambiente desaparece y sólo resuenan las voces desnudas, mientras la cámara se mueve de formas completamente antinaturales y modernas) son ejemplos del juego que la película hace con el lenguaje clásico, mostrando que ya va quedando atrás.
Pero, al fin y al cabo, es una película del género negro: hay crimen, ciudades oscuras, maleantes, asesinatos que son investigados. Las sombras, aquí muy exageradas, también juegan un papel importante, al aumentar la ambigüedad. La música, tan usada en otras propuestas del género para marcar los momentos de tensión (especialmente en aquellas películas de Hitchcock que se acercan al cine negro) se convierte aquí en un acompañamiento de fondo continuo, tocado en algún lugar callejero que nunca llegamos a ver, aumentando la sensación de realidad.
Touch of Evil, además de cine negro, es mucho más (cosa que caracterizará a las películas a partir de este momento, que se empiezan a olvidar de los géneros): es realismo social, al mostrar la dura vida en la frontera mexicana; es psicología y psicoanálisis, al enfrentar a la mujer de Vargas a una tensión que tarda mucho en manifestarse materialmente pero que siempre está ahí, en su cabeza; es comedia e ironía, al convertir al gángster en un pobre hombre que acaba asesinado por el supuesto policía; es vanguardia, con escenas como la de la escucha en el descampado o el plano secuencia inicial… Pero, en definitiva, es una de las primeras muestras de una nueva forma de hacer cine, no constreñida dentro de estrictas clasificaciones genéricas, que tanto valor poseerá cuando se inicie la modernidad cinematográfica.



El cine negro, como muchos otros géneros, escribió su historia a la vez que se escribía la historia real, la social, la económica, la cinematográfica, de un país tan complejo como Estados Unidos. Con su ambigüedad como rasgo característico, y aplicándola para poder luchar contra la censura puritana, supo plasmar mejor que ningún género el estado de incertidumbre vital y de extrañamiento al que se vieron abocadas muchas personas a medida que avanzaba el siglo XX. Ya fuese desde un gángster desvergonzado al que se admiraba porque su vida era frenética e inhumana, desde detectives cínicos que resolvían sus casos sólo para poder seguir viviendo, pasando por personas normales transferidas a un mundo criminal y desconocido, en el que no hay que confiar en nadie, por veteranos de guerra desencantados de la vida, grandes divas del Hollywood clásico que se dan cuenta de que los tiempos cambian y se vuelven locas, femmes fatales cada vez más reales y menos estereotipadas o, en definitiva, ese policía que una vez consiguió detener a todos los malos tipos de los que hemos hablado pero que ahora, enfrentado a la realidad, prefiere construirse la suya propia mientras se emborracha en un bar.
Finalmente, el género rompió sus códigos y sus barreras y desapareció como tal, enfrentado a nuevos tiempos que ya no aceptarían historias tan codificadas y cerradas, tan transparentes y ejemplares. Pero hoy en día, cuando nos muestran un callejón oscuro, una avenida nocturna llena de niebla, una casa antigua llena de claroscuros, una persiana bajada por la que entra la luz, una pistola empuñada en la oscuridad, un criminal que cree poder convertirse en una leyenda o un detective desencantado de la vida, el cine negro parece volver a la vida. O quizás nunca murió, superó a todos los héroes y villanos, que, o se mataron entre ellos, o se hicieron viejos y recordaron aquellos años felices como la época  de los policías y gángsters, como la época dorada del cine negro.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Napoleón Dinamitado


O "QUÉ TE HAS PERDIDO SI DECIDISTE NO IR A VER NAPOLEÓN, COMO ES NORMAL."

Introducción al estilo de Lluis Codina:

Están las películas que hay ahora y que son todo PUM PAM ROBOTS VOLDEMORT (no es difícil deducir de cuales hablo, mi perspicaz lector). Mucha gente se queda aquí. Bueno, también les gusta Love Actually, pero es que esa le gusta a todo el mundo. Hugh Grant es como Papa Noel, pero más gordo.
Y luego están las películas que había antes. Esas eran todo BLANCO Y NEGRO TRANSPARENCIA STAR SYSTEM NEORREALISMO CORRIENTES CINEMATOGRÁFICAS NURIA BOU. La gente normal desconoce todos estos complicados términos (especialmente el último), pero los estudiantes de cine se los saben de memoria y los rezan cada noche, esperando que al día siguiente estén Lubitsch y Capra en la mesa del comedor, haciendo cosas de genios (como poner elipsis y/o sugerir en vez de mostrar).

 Nuestra (mi) preocupación a la hora de elaborar este texto ha sido la de aunar las dos tendencias: gente normal y gente que cree que va a llegar a algún lado estudiando cine. Así pues, se ha decidido adoptar un estilo cercano al pueblo (de una forma similar a la que usa el Rey, que es muy campechano). Esto del estilo cercano esencialmente quiere decir que el análisis de la película lo podría haber hecho un mono es claro y sencillo.

Adaptado de la (siempre breve y entretenida) charla que nos dieron al principio:
Al principio de los tiempos, Abel Gance se aburría ya que la Primera Guerra Mundial había acabado y aún quedaban algunos años para la Segunda. Como no quería esperar a ello, decidió hacer una película. Primero pensó en hacerla sobre Jesucristo, pero en esa no salían batallas y abandonó el proyecto. Un amigo suyo le dijo "Hazla sobre Napoleón y que dure 4 horas: si a la gente le gusta es un éxito y si es una puta mierda la proyectarán en las Filmotecas dentro de 100 años". Abel Gance vio que la idea era buena y escribió un guión inicial de 6075076478547857054 páginas Times New Roman cuerpo 8. Se lo pasó a Griffith, que andaba creando lenguajes por ahí, y la carta que éste le escribió a Gance es muy reveladora. Dice así:
"Menuda puta mierda, es peor que lo de la versión de 72 horas de Intolerancia. Te mandaría a Renoir para que te ayudara, pero aún no ha nacido. Te envío a Lubitsch y que te ayude."
Así que Lubitsch pagó dos billetes de avión (uno para él y otro para su genio) y se fue a Francia a ayudar a Abel Gance. Cuando llegó a su casa, tuvieron una gran pelea de puñetazos al no ponerse de acuerdo en si el mejor petitsuise es el de fresa o el de fresa-blanco. Gance dejó al otro tirado en el suelo, inconsciente, y se dispuso a reducir un poco su guión. Consiguió reducirlo, en un par de horas, a unas 200 páginas y se fue a tomar el aire un rato. Lubitsch despertó y efectuó cambios importantes en la película, como veremos luego.
Cuando Gance volvió, leyó todo otra vez y como tenía diversos problemas no se dio cuenta de que Lubitsch había cambiado cosas. Se puso a practicar su firma, y le gustó tanto que al final de la película LA PUSO DURANTE UN MINUTO ENTERO. Perdón por las mayúsculas.
Al día siguiente movilizó a los miles de millones de extras que tiene Napoleón, le dijo a un tío así bajito y raro que si quería ser  el protagonista, y le pidió a la mayor profesional de la casa de citas a la que acudía que si quería ser la protagonista femenina. Todos accedieron y empezó el rodaje, no exento de problemas: por ejemplo, Lubitsch se trajo a Capra y a toda la tropa de Hollywood y cantaban canciones guarras al estilo clásico (omitiendo las partes picantes y diciendo "pilila" en vez de "pene"), al que hacía de Napoleón le perseguían unos tipos diciendo que volviera a la tumba y, para colmo de males, todos tenían que hacer todo de forma legendaria para que muchos años después pudiesen escribir libros sobre ello. Incluso ir al váter de forma legendaria.
Ocho años después acabaron el rodaje. Habían muerto 5646 extras y la protagonista femenina había parido 34 niños. Abel Gance lo celebró yendo en parapente y se dispuso a montar la película.
Le salieron 3 versiones: una de 456 horas, que se estrenó en Francia y tuvo gran éxito (especialmente entre los gafapastas de la ESCAC), otra de 4 horas que se reservó hasta que la pusieron ayer para nosotros y otra de 5 minutos consistente en Abel Gance enseñando el culo. La última fue vendida hace poco en una subasta, al precio de 45 millones de euros.

Pero, ¿qué pasa en Napoleón? Pues, fundamentalmente,
CONTINUARÁ TE JODES.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La Imposibilidad

Iba en un metro que atravesaba una zona residencial bastante elegante, pero podría haber ido sobre un caballo al trote atravesando un desierto mientras le perseguían los bereberes para reducir su cabeza (cosa que, por otra parte, es totalmente improbable que hagan los bereberes) que habría mantenido la misma actitud.
Ésta consistía en mirar furioso hacia delante mientras resoplaba ruidosamente, como los trenes en las películas de dibujos en technicolor. Aunque no se había puesto rojo, si uno le hubiera tocado seguro que se hubiera quemado. Su odio hacia la humanidad parecía contagiarse a la señora de setenta años que tenía sentada al lado que, indignada, parecía pedir de forma silenciosa que alguien le cambiara el sitio. La señora, sin embargo, no odiaba a la humanidad, sólo al chico.
Aclaremos ahora que no era ni un punky, ni un heavis, ni iba desnudo, ni se había cagado encima. Así de lejos se parecía un poco a alguien que todos hemos visto alguna vez en algún lado, de forma distraída. De cerca (de hecho, sólo desde la posición de la señora) las cosas cambiaban un poco.

Así, una mujer sentada dos asientos más allá con dos hijas ruidosas (¡las dos sobre sus rodillas!) se dedicaba a decirles que no estaba bien eructar en público. Las niñas eran escandalosamente gordas para su edad y era evidente que por algún lado tenía que salir lo acumulado.

Un tipo con la capucha de la enorme sudadera puesta y un skate, con zapatillas último modelo, que devolvía una mirada desagradable a cualquiera que se atreviese a observarle, tenía los cascos puestos y escuchaba Camela. Porque Camela, en realidad, no está tan mal. Eso es lo que le dijo este tipo a sus amigos cuando le descubrieron. Sin embargo, si uno le miraba parecía que escuchase a Jay-Z.

Un ejecutivo le dictaba a su ayudante una serie de cosas muy largas y aburridas. El ayudante, en vez de anotarlas, escribía "pronto todo su dinero será mío" y dibujos del símbolo del dolar y algún dibujo obsceno y cosas así.

Un grupo de estudiantes, todas chicas, chillaban y se atacaban unas a otras de una forma inusitadamente violenta, mientras dos de ellas empezaban a cantar una canción de moda en un tono completamente erróneo. Otra sacó su móvil táctil y empezó a escribirle a (presumiblemente) otra amiga (presumiblemente) lejos que se aburría un montón. Al parecer, los chillidos y la furia adolescente que consumía al grupo entero no eran suficientes para que ella se entretuviera. Aquella noche se emborrachó y vio que tampoco se entretenía, así que empezó a consumir otras cosas. Al final acabó internada y su madre iba a visitarla y lloraba delante del cristal de su cuarto. Pero, por el momento, se aburría un montón.

Todas estas personas no podían fijarse bien en el chico del que hemos empezado a hablar antes. Sólo la señora de setenta años. Desde la perspectiva del grupo de chicas chillando sólo se veía a un joven muy enfadado y que se restregaba las manos dentro del bolsillo delantero de la sudadera. Lo mismo veían el ejecutivo y su ayudante, la mujer con las hijas gordas, el skater de Camela.
Desde la perspectiva de la señora mayor, se podía ver qué había en el bolsillo de la sudadera. Lo que había era un condón, abierto. El chico había rasgado el envoltorio en una especie de ataque furioso y lo restregaba entre sus dedos, atacado de los nervios. El lubricante y la goma se confundían en una especie de masa con apestoso olor a látex. Todos nos preguntamos por qué huelen tan mal los condones, pero aquella señora no se iba a olvidar jamás del olor (me pregunto si alguna vez, en cualquier caso, lo había olido). Porque llevaba diez paradas soportándolo, y le quedaban otras seis.
El bolsillo de la sudadera comenzaba a rezumar aceite lubricante y todo era verdaderamente asqueroso. La cara del chico seguía sin cambiar, miraba al infinito y su furia iba en aumento. Nadie, y especialmente una señora de setenta años, se habría podido explicar qué cojones hacía destrozando un condón recién abierto.

"Se hace de día, Pablo"
"¿Eh?"
"Que se hace de día, que te levantes, que si no coges el metro ya no llegas a clase"
"¿Lo intentamos otra vez?
"Va, tío, has gastado una caja de doce sólo poniéndotelos y aún no lo hemos conseguido"
"¿Y qué quieres que le haga si...? Joder, culpa mía no es"
"Hombre, tienes 19 y ya parece que no funcionas... Y yo, pues..."
"¿Pues qué?"
"Va, vete al metro que llegas tarde. Ya hablaremos"
"Escucha, te pago la caja yo, eh... Esta noche vuelvo y lo intentamos"
"Esta noche he quedado con... Va, vete"
"¿Con?"
"Vete al metro ya, joder, vete"

Así que Pablo se fue al metro, visiblemente triste y odiándose a sí mismo y al mundo en general. Y en la entrada, una chica vestida de azul, publicidad.
"¡Participa en el sorteo y vete a la nieve con Preservativos XX! Toma, chico, una muestra gratis"
Y le dió un condón, un condón, el treceavo que había tenido en sus manos desde anoche, en un paquete cerrado. Y su furia ya no tuvo límites.