domingo, 16 de septiembre de 2012

Midnight in Paris: memorabilia.

Los setentones españoles aprovechan el Imserso y se marchan a Ávila, a Salamanca, a Toledo, quizás a Madrid si se sienten con ánimos. El setentón Woody Allen aprovecha su buena acogida en Europa para marcharse a Londres, a Barcelona, a Roma, a París... El cineasta norteamericano, verdadero amante del viejo continente aparte de persona extremadamente culta, ha rendido pues sus particulares homenajes a diversas ciudades europeas, mezclando los valores culturales, históricos y literarios que le transmiten (no diremos que es un mero turista, como muchos le han reprochado de Midnight in Paris) con su ya de sobra conocido por todos estilo (el abismo de las relaciones amorosas, las tensiones de enfrentarse al día a día, la visión irónica del mundo...). Le han salido así filmes como Match Point, Scoop o Cassandra's Dream (trilogía londinense que, mezclando la tragedia griega con cierto sentimiento shakesperiano muy inglés, se acerca verdaderamente bien a lo trágico de las relaciones humanas cotidianas), Vicky Cristina Barcelona (al que se le puede acusar de postal, cierto, pero que también parece relacionarse con cierta idea de lo latino, lo violento y el amor salvaje, con esas extrañas relaciones entre Bardem, Cruz y Johansson) o To Rome With Love, rodado en la ciudad del mismo nombre y que aún no sabemos si seguirá o no nuestra teoría.

Pero con París no sucede algo distinto: si Londres era tragedia shakesperiana, París es añoranza romántica. Porque la Ciudad de la Luz hacía años que no aparecía tan nostálgica de un pasado glorioso, que en esta especie de mezcla literaria que nos ofrece Allen, poblada de esos pintores, escritores y músicos de los Roaring Twenties a los que todo el mundo hace referencia cuando dice eso de que "París es la ciudad de los artistas". Y es necesaria esta operación melancólica, porque, siendo sinceros, hoy en día, en un mundo tan veloz, tecnocrático y burocratizado, a nada se le puede calificar como "de los artistas".


Y precisamente la tragedia de Owen Wilson (que no es mas que, no hace ni falta decirlo, una nueva transmutación del propio Allen, con sus inseguridades pero también con su lucidez) comienza cuando descubre esta verdad: que no es más que un guionista más al servicio de la industria-Hollywood que se va a casar con una mujer sin habérselo pensado mucho, tirando sus aspiraciones literarias-románticas por la borda. Porque a él lo que le habría gustado es vivir en el París mítico y codearse con sus grandes figuras, mientras su futura mujer le lleva a tiendas llenas de ropa pero vacías de magia y se empeña en ir a los lugares más turísticos y refugiarse en el hotel cuando llueve.

Wilson huirá de este París de Mcdonalds para acabar en esa época de ensueño, revelándose Allen como un niño pequeño en una tienda de golosinas: un Scott Fitzgerald, un Hemingway, un Picasso, un Dalí, un Buñuel... todos sus ídolos artísticos van desfilando en esta especie de carrusel, viaje en el tiempo equiparable a esa pantalla rota de la similar La rosa púrpura del Cairo. Wilson llegará a esta nueva realidad tras negarse a volver en coche al hotel y querer andar un rato, reivindicando Allen el paseo tranquilo, la verdadera comprensión de las cosas junto a la luz de unas velas, frente a la realidad veloz y quizás demasiado iluminada en la que vivimos. Se enfrentan en Midnight in Paris el pasado romántico y el presente ilustrado.

¿Quién gana? Sorprendentemente, ninguno de los dos. Gracias a que acaba dando un paso más, descubriendo el verdadero mecanismo de lo que está sucediendo, Wilson entiende que demasiado romanticismo es peligroso. Que vivir en el pasado es imposible, que tenemos el presente aunque esté nublado. Pero no nos engañemos, no se trata de conformismo: la mayor lección de la película es que "cualquier tiempo pasado fue mejor" se ha pensado siempre, incluso cuando el tiempo presente era maravilloso. Que la operación nostálgica la tenían también Dalí y Picasso, en definitiva, que nuestro presente, visto desde un futuro, puede (y seguramente sea) una época verdaderamente maravillosa. Y un mensaje así no lo transmiten con esta sencillez y a la vez genialidad muchos directores. Porque Allen nos ha cerrado la boca: quizás hoy no podamos llamar a nada "de los artistas", pero que tenemos artistas igual de brillantes (o más) que en cualquier otra época es algo que tampoco debemos olvidar nunca.