lunes, 26 de diciembre de 2011

Nieve

El coche se detuvo a la salida del camino de la finca, la nieve acumulada durante la noche lo impedía avanzar. Lucas salió a la fría mañana de diciembre, armado con una pala medio oxidada (las cosas oxidadas sólo están prohibidas cuando tienes hijos ya que la gente adulta JAMÁS es tan tonta como para acercarse a ellas). La música de la radio estableció su reino de ecos en la planicie nevada durante unos segundos, y fue sustituida por el sonido ventoso de la tormenta que se estaba preparando. No nevaba, sólo caía una fina llovizna helada.
Lucas empezó a apartar la nieve inexpresivamente, arrodillándose y mojándose los vaqueros. Empezó a cavar frenéticamente, como vengándose de aquel montón blanco y frío. Cuando estuvo satisfecho, volvió al coche y subió la calefacción al máximo. Sacó una botella de whisky nefasto y empezó a echarle tragos. Ruidos mecánicos le acompañaron mientras volvía a arrancar y se iba para siempre de aquella casa vacía en medio del campo, acunada por el viento helado.

Él mismo la había dejado así, cuando decidió vender todos sus muebles. Una vez había vivido, más feliz que triste, en aquella casa. Pero su mujer ya no estaba y los armarios, las sillas, la mesa de madera oscura del comedor, parecían venírsele encima con cada tormenta. Los objetos que había compartido con ella mientras estuvo viva se habían adueñado de la casa, sus espíritus mas fuertes que la pobre alma a trozos de Lucas, y decidió deshacerse de todos ellos. Luego, claro estaba, vendería también la casa y se marcharía sin mirar atrás.

Cuando unas horas antes de marcharse bajó al salón comunitario del viejo pueblo, construido en madera antigua y barnizado con las vidas de generaciones de familias que habían vivido los inviernos infinitos que aquel perdido rincón de la Tierra proporcionaba, sus muebles ya ocupaban casi todo. Y eso que aún faltaba sacar algunas sillas del almacén. Pero a nadie le importaba que Lucas ocupase el salón comunitario con la venta de sus muebles: pobre hombre, si quería deshacerse de sus recuerdos lo menos que podían hacer era ayudarle.
La venta fue bien, los vecinos de la pequeña comunidad fueron apareciendo y mirando las etiquetas con los precios. Todos, desde los amigos íntimos hasta aquellas señoras con las que Lucas sólo había coincidido en la panadería, se fueron acercando a él para saludarle. Temía que a alguno se le escapara un "Te acompaño en el sentimiento", aunque el ambiente del salón ya fuese de entierro. Lucas sentía la compasión hiriente de toda aquella gente, que se iba a gastar sus pocos ahorros en unos muebles que ni siquiera necesitaban sólo para que él no tuviese que verlos nunca más.
Los semblantes eran serios, los movimientos medidos, las opiniones sobre los armarios y escritorios siempre positivas:  todos estaban de acuerdo en que Lucas estaba totalmente indefenso después de la muerte de su mujer embarazada, convenía tratarle como a un niño pequeño o a un anciano enfermo. Sin embargo, él estaba harto de que lo tratasen como si hubiese muerto también, eligiendo cuidadosamente las palabras. Echaba de menos el bar, las cañas de cerveza caliente mientras alguno de los leñadores contaba un chiste picante. "Lucas ahora no está para estas cosas, sería un insulto a la memoria de su mujer que se viniese al bar con nosotros" Y nunca le invitaban. Ni a eso, ni a otras muchas cosas. Lo habían convertido en un espectro, sin darse cuenta. Mientras Sara estuvo viva, las maneras tradicionales y puritanas de las gentes del pueblo le habían procurado más de una risa, pero ahora se volvían contra él: nadie se atrevía a visitarle para hablar del tema, nadie le había preguntado directamente qué pasó la noche que murió su esposa. Y quizás hablar de ello con alguien, en vez de culparse a sí mismo por los siglos de los siglos y amén, le hubiese ayudado. Quería marcharse cuanto antes de allí.
Al final de la mañana, sólo quedaban dos sillas. En una de ellas ponía "Sara tía buena". Lucas se acordó de cuando lo grabó con un  tenedor. Le dieron cuatrocientos euros, lentamente y sonriendo: no fuera a ser que se echase a llorar. Se marchó del pueblo y se fue caminando hasta la casa.

El coche avanzaba por la carretera gris, entre planicies nevadas.La botella de whisky estaba casi vacía. En dos horas estaría más o menos otra vez en el mundo. En la radio sonaba alguna canción country triste, como si el tipo de la emisora supiera por lo que estaba pasando Lucas y quisiera sumarse a la fiesta. Odelei, odelei, parecía repetir constantemente el altavoz. La guitarra iba por variaciones cada vez más complicadas. La música acabó confundiéndose en una especie de remolino sonoro, ya no se sabía lo que sonaba. Lucas bajó la ventanilla y gritó Odelei, odelei, a los campos nevados. Hacía cinco meses que no gritaba, si exceptuaba los alaridos que pegaba mientras dormía.
Dos años antes, él y Sara se habían mudado a la gran casa en medio de la escarcha. Él buscaba inspiración para escribir, una especie de ambiente místico y tranquilo en el que los animales se le acercasen y se dejasen acariciar. Sara le iba buscando a él, y al final le encontró.
Recién casados, casi huyendo de sus familias, los días en la casa eran claros y cortos, luz y oscuridad una detrás de la otra. Mientras ella trabajaba en la carnicería del pueblo (era una mujer de ciudad, pero no le importaba hacer esas cosas porque le parecían exóticas) él escribía sus relatos apestosos y sus poemas refritos. Al menos eso opinaba Lucas, aunque no le pagasen nada mal. A todo el mundo parecían gustarle menos a él, que nunca planeaba los versos ni pensaba en los desenlaces. Era, al fin y al cabo, una existencia bastante idílica. Decidieron tener un hijo: se querían más que la mayoría de la gente y se creían capaces de soportarse el uno al otro durante muchos, muchos años. Aunque nunca tenían rituales románticos ni se preparaban cenas sorpresa el uno al otro, habrían dado tanto por que aquello se alargase hasta el infinito...

La versión oficial, cotilleada a lo largo y ancho del pueblo, decía que "la noche aquella que nevaba tanto, tanto, te acuerdas, pues Sara salió un momento afuera, sí, como te lo digo, en medio de la nieve, pero ya sabes que era una mujer así muy particular, y se conoce que la pilló la nevada y acabó cayéndose por un terraplén... bueno, no sé como decírtelo de otra forma, fue así, su marido la encontró al día siguiente después de toda la noche dando vueltas bajo la nieve. Pobre hombre, eh..."

Sara odiaba las multitudes y amaba la soledad, los bosques oscuros, los atardeceres tristes en los que no hay nada bonito que apreciar. Todo aquello apoyó la versión oficial de su muerte. Nadie en el pueblo sabía que, el mismo día de su muerte, Lucas se había encontrado un perro cerca del camino, mientras volvía del bar a casa. A Sara le encantó y se pasó la cena pensando en un nombre. Empezó a nevar muchísimo. El perro se escapó cuando Lucas fue al cobertizo a por la lámpara de gas. Sara le dejó una nota. "Me voy a buscar al perro que no lo encuentro, ya casi tengo su nombre. Besitos. PD: Recoge tú la mesa, anda".
Lucas recogió la mesa aquella noche, la siguiente, la otra, la otra, la otra... Nunca más volvió a ver al perro. Nunca más volvió a hablar con Sara.

Pues con la nieve se quedarían aquellos recuerdos. Lucas aceleró, ciento veinte, ciento cuarenta, al límite que le permitía aquel coche desvencijado. Qué más daba, nadie usaba esa carretera en el sentido de la ida, la gente prefería huir de allí. Él y Sara eran los únicos visitantes que se habían quedado en el pueblo a vivir. Iba haciendo eses, veía borroso. Se acabó el whisky de supermercado y lo lanzó por la ventana. Odelei, odelei, gritaba, aunque hacía un buen rato que en la radio sonaba alguna cosa pop comercial. Lucas no sabía inglés, así que empezó a gritar las letras en un idioma inventado. Quién sabe qué le pasaba por la cabeza. Aunque no hay duda de lo que le pasaba en el corazón. De repente, se paró. El frenazo lo lanzó hacia adelante. Miraba la carretera. Bajó la otra ventanilla, bajó las ventanillas traseras. Entonces aceleró como nunca había acelerado. Empezó a nevar.
En aquella cabina puntuada de copos de nieve recién caídos, avanzando por la extensión blanca, Lucas decidió salirse de la carretera. Le perseguían, intentando meter los brazos por las ventanillas, Sara, el perro, sus muebles. Querían devolverle sus sillas, su cómoda, su percha, ¿qué derecho tenía él para pensar que escapando de la casa se le iba a pasar el dolor? Una silla pasó volando por encima de su cabeza. Los copos de nieve se reían de él, subían y bajaban y se le pegaban a las manos y entonces no podía moverlas y tampoco girar, así que avanzaba en línea recta mientras iba pegando alaridos. Antes de coger el coche aquella mañana, al volver de la subasta, se sentó en su comedor vacío, y pensó en el futuro que le esperaba: si volvía al mundo real, jamás volvería a encontrar a ninguna mujer como Sara. O igual sí. Pero tenía que volver, tenía que superar las dos horas de carretera solitaria. La otra opción era quedarse a medias.

Lucas dejó ir el coche, soltando el volante y acelerando tanto que le hacía daño la planta del pie. Se percató de que iba directamente hacia un río helado. Anochecía, y al otro lado del agua, allá a lo lejos, se veían las luces de una ciudad nocturna. Lucas resolvió que tenía que haber dado la vuelta (?) y volvía a dirigirse hacia el pueblo. "Yo ahí no vuelvo", y el coche se precipitó hacia el río. El hielo se rompió y la máquina empezó a hundirse en el agua congelada. En la radio sonaba una canción aleatoria. Se había quedado a medias.
Mientras el maletero desaparecía bajo el agua, Lucas acertó a ver a Sara, en el margen del río, acariciando al perro. Le sonreía. Lucas le sonrió y entonces el coche acabó de hundirse y Lucas se ahogó y se murió. Era Nochebuena.