jueves, 3 de noviembre de 2011

La Imposibilidad

Iba en un metro que atravesaba una zona residencial bastante elegante, pero podría haber ido sobre un caballo al trote atravesando un desierto mientras le perseguían los bereberes para reducir su cabeza (cosa que, por otra parte, es totalmente improbable que hagan los bereberes) que habría mantenido la misma actitud.
Ésta consistía en mirar furioso hacia delante mientras resoplaba ruidosamente, como los trenes en las películas de dibujos en technicolor. Aunque no se había puesto rojo, si uno le hubiera tocado seguro que se hubiera quemado. Su odio hacia la humanidad parecía contagiarse a la señora de setenta años que tenía sentada al lado que, indignada, parecía pedir de forma silenciosa que alguien le cambiara el sitio. La señora, sin embargo, no odiaba a la humanidad, sólo al chico.
Aclaremos ahora que no era ni un punky, ni un heavis, ni iba desnudo, ni se había cagado encima. Así de lejos se parecía un poco a alguien que todos hemos visto alguna vez en algún lado, de forma distraída. De cerca (de hecho, sólo desde la posición de la señora) las cosas cambiaban un poco.

Así, una mujer sentada dos asientos más allá con dos hijas ruidosas (¡las dos sobre sus rodillas!) se dedicaba a decirles que no estaba bien eructar en público. Las niñas eran escandalosamente gordas para su edad y era evidente que por algún lado tenía que salir lo acumulado.

Un tipo con la capucha de la enorme sudadera puesta y un skate, con zapatillas último modelo, que devolvía una mirada desagradable a cualquiera que se atreviese a observarle, tenía los cascos puestos y escuchaba Camela. Porque Camela, en realidad, no está tan mal. Eso es lo que le dijo este tipo a sus amigos cuando le descubrieron. Sin embargo, si uno le miraba parecía que escuchase a Jay-Z.

Un ejecutivo le dictaba a su ayudante una serie de cosas muy largas y aburridas. El ayudante, en vez de anotarlas, escribía "pronto todo su dinero será mío" y dibujos del símbolo del dolar y algún dibujo obsceno y cosas así.

Un grupo de estudiantes, todas chicas, chillaban y se atacaban unas a otras de una forma inusitadamente violenta, mientras dos de ellas empezaban a cantar una canción de moda en un tono completamente erróneo. Otra sacó su móvil táctil y empezó a escribirle a (presumiblemente) otra amiga (presumiblemente) lejos que se aburría un montón. Al parecer, los chillidos y la furia adolescente que consumía al grupo entero no eran suficientes para que ella se entretuviera. Aquella noche se emborrachó y vio que tampoco se entretenía, así que empezó a consumir otras cosas. Al final acabó internada y su madre iba a visitarla y lloraba delante del cristal de su cuarto. Pero, por el momento, se aburría un montón.

Todas estas personas no podían fijarse bien en el chico del que hemos empezado a hablar antes. Sólo la señora de setenta años. Desde la perspectiva del grupo de chicas chillando sólo se veía a un joven muy enfadado y que se restregaba las manos dentro del bolsillo delantero de la sudadera. Lo mismo veían el ejecutivo y su ayudante, la mujer con las hijas gordas, el skater de Camela.
Desde la perspectiva de la señora mayor, se podía ver qué había en el bolsillo de la sudadera. Lo que había era un condón, abierto. El chico había rasgado el envoltorio en una especie de ataque furioso y lo restregaba entre sus dedos, atacado de los nervios. El lubricante y la goma se confundían en una especie de masa con apestoso olor a látex. Todos nos preguntamos por qué huelen tan mal los condones, pero aquella señora no se iba a olvidar jamás del olor (me pregunto si alguna vez, en cualquier caso, lo había olido). Porque llevaba diez paradas soportándolo, y le quedaban otras seis.
El bolsillo de la sudadera comenzaba a rezumar aceite lubricante y todo era verdaderamente asqueroso. La cara del chico seguía sin cambiar, miraba al infinito y su furia iba en aumento. Nadie, y especialmente una señora de setenta años, se habría podido explicar qué cojones hacía destrozando un condón recién abierto.

"Se hace de día, Pablo"
"¿Eh?"
"Que se hace de día, que te levantes, que si no coges el metro ya no llegas a clase"
"¿Lo intentamos otra vez?
"Va, tío, has gastado una caja de doce sólo poniéndotelos y aún no lo hemos conseguido"
"¿Y qué quieres que le haga si...? Joder, culpa mía no es"
"Hombre, tienes 19 y ya parece que no funcionas... Y yo, pues..."
"¿Pues qué?"
"Va, vete al metro que llegas tarde. Ya hablaremos"
"Escucha, te pago la caja yo, eh... Esta noche vuelvo y lo intentamos"
"Esta noche he quedado con... Va, vete"
"¿Con?"
"Vete al metro ya, joder, vete"

Así que Pablo se fue al metro, visiblemente triste y odiándose a sí mismo y al mundo en general. Y en la entrada, una chica vestida de azul, publicidad.
"¡Participa en el sorteo y vete a la nieve con Preservativos XX! Toma, chico, una muestra gratis"
Y le dió un condón, un condón, el treceavo que había tenido en sus manos desde anoche, en un paquete cerrado. Y su furia ya no tuvo límites.






3 comentarios:

  1. Espero que no sea autobiográfico porque sinceramente da bastante miedo. Con lo divertido que parecía que regalaran condones como campaña para un servicio de esquí. Los preservativos gratis ya no volveran a ser lo que eran. El texto genial, por supuesto. Mi preferido es el skater, pero las niñas en edad del pavo también tienen lo suyo.

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  2. Podem dir que és una mescla entre realitat (la campanya dels condons al metro és completament certa, i que dir de la gent rara del metro) i ficció (jo soc un macho i no tinc problemes xD)
    Moltes gràcies per llegirlo :)

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  3. Me has dejado a cuadros.
    Un abrazo muy fuerte, siempre contigo.

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